El efecto en el tiempo del cambio de precedente, problemática formal y sustancial

Tercer Congreso Internacional sobre Derecho y Justicia Constitucional, organizado por el Tribunal Constitucional de República Dominicana

En su constante pugna por lograr definir los ámbitos y formas en los que puede ejercerse el poder político, el constitucionalismo ha experimentado con diversas fórmulas que le permitan garantizar la supremacía de la Constitución. La más socorrida es la creación de mecanismos a través de los cuales los jueces tienen la última palabra sobre el contenido y significado de la Carta Magna.

Texto completo disponible en la página web del Tribunal Constitucional de la República Dominicana

Análisis crítico de la sentencia TC/0168/13

Resumen:

El 23 de septiembre de 2013, el Tribunal Constitucional de República Dominicana emitió la sentencia TC/0168/13. El Tribunal estableció el criterio de que carecían de la nacionalidad dominicana los hijos de indocumentados haitianos nacidos en territorio nacional desde 1929. Para ello aplicó criterios que sólo fueron constitucionalizados en la reforma constitucional de 2010.

La sentencia del Constitucional ha sido criticada tanto por sus efectos sobre los hijos de indocumentados, como por su vulneración de principios fundamentales del Estado de Derecho. Entre estos podemos contar la aplicación retroactiva de las normas, violación a la seguridad jurídica y del derecho a la nacionalidad.

También se ignoró la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), cuya sentencia Yean y Bosico v. República Dominicana ya había tocado el tema para los nacidos antes de 2010. De hecho, el Constitucional  declaró en la sentencia TC/0256/14 que las decisiones de la Corte IDH no obligan a República Dominicana.

En el presente trabajo examinamos los fundamentos de la sentencia TC/0168/13 y las críticas a los mismos.

Publicado en 2016 en la revista Memorias No. 28

El ITBIS y la Constitución

El debate sobre la reforma tributaria ha sacado a colación la necesidad de hacer más eficiente el régimen tributario del Estado. Entre las ideas que se han debatido está la del reducir la tasa del Impuesto sobre Transferencia de Bienes Industrializados y Servicios (ITBIS) de 18% a 10% y ampliarla para que cubra a todos los bienes y servicios. Ausente de este debate ha estado el análisis constitucional de dicha propuesta. ¿Cumple o no con los requisitos establecidos en la Carta Magna?

Es una verdad pocas veces cuestionada que, el cumplimiento de las responsabilidades del Estado requiere de recursos y que estos recursos dependen de las contribuciones de los ciudadanos. De ahí surge la responsabilidad de pagar impuestos que tiene toda persona.

En nuestro país esta responsabilidad está prevista en el artículo 75.6 constitucional, que señala que es deber las personas:

Tributar, de acuerdo con la ley y en proporción a su capacidad contributiva, para financiar los gastos e inversiones públicas. Es deber fundamental del Estado garantizar la racionalidad del gasto público y la promoción de una administración pública eficiente.

Vale decir, que toda persona que forme parte de la sociedad dominicana está en el deber de contribuir a las cargas públicas. Por contrapartida, el Estado tiene la responsabilidad de que el gasto sea razonable y esté dirigido al cumplimiento de sus responsabilidades.

Por su lado, los principios generales del sistema que rigen al régimen tributario se encuentran en el artículo 243 constitucional:

Principios del régimen tributario. El régimen tributario está basado en los principios de legalidad, justicia, igualdad y equidad para que cada ciudadano y ciudadana pueda cumplir con el mantenimiento de las cargas públicas.

A grandes rasgos, las personas físicas cumplen esta obligación mediante el pago de tributos de dos tipos: a) los tributos al ingreso, y b) los tributos al consumo.

Estos tipos de tributos son muy distintos en su estructura y en sus efectos. Los tributos al ingreso suelen ser graduales. Es decir, no se obliga al contribuyente a pagar una porción fija de sus ingresos, sino que el porcentaje de impuestos a pagar sube en la medida en que lo hacen los ingresos. Es decir, es un impuesto progresivo porque está directamente atado a la capacidad contributiva del  contribuyente y sólo se hace más costoso en la medida en que este tiene mayor disponibilidad de ingresos. Los ingresos más bajos no pagan impuestos y mientras suben, más impuestos pagan.

Por su lado, los impuestos al consumo –entre los que se encuentra el ITBIS- son impuestos que todas las personas pagan, independientemente de su nivel de ingresos, cuando adquieren un bien o reciben un servicio. Son considerados impuestos regresivos precisamente porque, al gravar el valor del bien o servicio recibido, no toman en cuenta la capacidad contributiva y, en consecuencia, afectan desproporcionalmente a los más pobres.

Es decir, los impuestos al ingreso tienen como criterio la capacidad contributiva, mientras que los impuestos de consumo tienen como criterio las necesidades de consumo.

Esta diferencia es sumamente importante si volvemos a analizar la configuración constitucional del deber de tributar. El requisito constitucional de este es que se haga de “de acuerdo con la ley y en proporción a su capacidad contributiva”. Se presentan pues, dos elementos, que la tributación se haga de acuerdo a lo que la ley manda (algo obvio y que hasta ahora nadie discute) y que sea “en proporción con la capacidad contributiva”.

Como vimos, los impuestos al consumo no gravan el ingreso ni la capacidad contributiva, sino el consumo. El problema de esto es que los seres humanos tienen las mismas necesidades básicas, independientemente de sus ingresos. Así las cosas, extender la base impositiva del ITBIS tendrá como consecuencia que los pobres y los ricos paguen los mismos impuestos por cubrir sus necesidades. Esto es incompatible con el criterio constitucional de que la carga impositiva se fundamente en la capacidad contributiva.

Gran parte de la población dominicana ve agotados sus recursos con la satisfacción de sus necesidades mínimas. Ampliar la tasa imponible del ITBIS para que cubra los productos y servicios de primera necesidad tiene como consecuencia directa disminuir la capacidad de los más pobres de cubrir sus necesidades, mientras que disminuye su peso en los consumos que no están relacionados con la canasta básica ni servicios esenciales. Esto así aún si la tasa abaja de 18% a 10%, porque en realidad esto implica que para los productos básicos aumenta de un 0% a un 10%.

La Constitución reclama para República Dominicana la  condición de un Estado Social y Democrático de Derecho. También, afirma que el deber de tributar está relacionado con la capacidad contributiva. Es claro que la medida discutida en estas líneas vulnera lo querido por el Constituyente y, además, disminuye la autonomía económica de las clases menos favorecidas.

En resumen, es incompatible con un Estado Social y Democrático de Derecho un régimen de tributación que grave en la misma forma los perfumes y las medicinas, o los plátanos y las corbatas de seda.

Publicado el 24 de octubre de 2016 en: acento.com.do

La interpelación de los miembros de la Junta Central Electoral

Recientemente se discutió en la opinión pública la procedencia jurídica de que la Cámara de Diputados interpelara a los miembros de la Junta Central Electoral (JCE). La interpelación es una figura establecida por el artículo 95 de la Constituticón:

Artículo 95.- Interpelaciones. Interpelar a los ministros y viceministros, al Gobernador del Banco Central y a los directores o administradores de organismos autónomos y descentralizados del Estado, así como a los de entidades que administren fondos públicos sobre asuntos de su competencia, cuando así lo acordaren la mayoría de los miembros presentes, a requerimiento de al menos tres legisladores, así como recabar información de otros funcionarios públicos competentes en la materia y dependientes de los anteriores.

Párrafo.- Si el funcionario o funcionaria citado no compareciese sin causa justificada o se consideraran insatisfactorias sus declaraciones, las cámaras, con el voto de las dos terceras partes de sus miembros presentes, podrán emitir un voto de censura en su contra y recomendar su destitución del cargo al Presidente de la República o al superior jerárquico correspondiente por incumplimiento de responsabilidad.

En el contexto del debate anteriormente mencionado, Eduardo Jorge Prats publicó un artículo en el cual negaba dicha posibilidad (enlace). En su opinión, “La interpelación es un mecanismo de control congresual de la gestión –y no solo de la financiera- de los funcionarios ejecutivos pero no de las autoridades de las Altas Cortes ni de los órganos extra poder”.

Es decir, que considera que la interpelación es una herramienta que tiene como objetivo mejorar únicamente la capacidad del Congreso para fiscalizar al Ejecutivo, impidiendo su uso cuando se trate del ejercicio del control sobre los organismos autónomos y descentralizados del Estado. Jorge Prats justifica esta distinción porque la sanción que existe para la incomparecencia de un funcionario interpelado es la  recomendación al Presidente de que se destituya al funcionario que está en falta.

Según la lógica de este argumento, la interpelación no es aplicable cuando la sanción por la incomparecencia no es aplicable.

Jorge Prats considera que lo que define el alcance de la interpelación es la posible sanción a la incomparecencia y no la definición que hace la Constitución. Es decir, que pone lo accesorio delante de lo principal.

Es cierto que el Presidente de la República no puede destituir a los miembros o funcionarios de los órganos con autonomía constitucionalmente reconocida. Sin embargo, de esto no puede deducirse que éstos no pueden ser interpelados por el Congreso. Cada facultad tiene su alcance y es autónoma de la otra. Su vinculación en este caso es puramente circunstancial.

Resulta notorio que, cuando advierte sobre las posibles consecuencias de que se produzca la interpelación de los miembros de la JCE, Jorge Prats afirme que “Permitir la interpelación del presidente de la JCE atenta contra la autonomía de este órgano, dinamita el sistema de separación de poderes diseñado por el constituyente y aniquila el estatuto constitucional de los órganos extra poder”. Es decir que, en su opinión, la necesidad de preservar el sistema de frenos y contrapesos es una de las razones por la que debe hacerse una interpretación restrictiva del alcance de la facultad de interpelación congresual.

Sin embargo, en el mismo artículo reconoce que el Congreso Nacional puede someter a los miembros de la JCE a juicio político y procurar su destitución. Esta es una medida mucho más grave y potencialmente traumática que la prudencia recomienda usar sólo como última ratio. En comparación la interpelación es una medida rutinaria (o al menos debería serlo). Por tal motivo, no se sostiene el argumento de que la interpelación debe ser rechazada porque implica un riesgo para el sistema constitucional.

Como evidencia este último punto, el rechazo a una facultad de interpelación que está claramente prevista en la Constitución de la República tiene como razón el temor de que el Congreso abuse de ella para debilitar otros órganos públicos.  Este tiene como raíz la percepción de que la interpelación es un proceso intrusivo y extraño al normal devenir de la función de gobierno. No debe ser vista así. Pero en realidad se trata de un mecanismo cuya única función es recabar información para que el Congreso pueda cumplir su función de control.

Control al cual los miembros de la Junta Central Electoral están sujetos por lo menos en lo relativo a la administración que hacen de los recursos públicos.

Publicado el 7 de julio de 2016 en: acento.com.do

La Justicia y la justicia

Con el auto de “no ha lugar” que favoreció al senador Félix Bautista, el sistema de justicia dominicano (entendido como el Poder Judicial y las autoridades encargadas de persecución del delito) ha vuelto a colocarse en el candelero. La reacción de una sociedad claramente inconforme con el fallo no se hizo esperar. Tampoco la defensa del fallo, en unas ocasiones con fundamentos puramente políticos, en otras con argumentos jurídicos.

Aunque de primera impresión pareciera lo contrario, es importante darse cuenta de que tanto la defensa como la crítica del fallo tienen en común que tocan el problema esencial del Estado dominicano: su inoperancia por falta de institucionalidad democrática.

Esta carencia tiene dos dimensiones, y se manifiesta en los extremos del debate que ha producido el fallo del juez Moscoso Segarra. Ambas llevan a errores que dificultan que el debate sobre el sistema de justicia toque los puntos que necesita tratar el país.

En primer lugar, la dimensión institucional, que reclama –con razón- el derecho de todo imputado a beneficiarse de las garantías procesales constitucionalmente establecidas. Esta es una verdad de Perogrullo, por desagradable que pueda resultar el imputado. Esto así porque los sistemas de justicia operan sobre la base de los precedentes y las generalizaciones. Los procedimientos que se usan para un caso en particular terminan siendo usados para los casos en sentido general. De ahí que la defensa del derecho del senador al debido proceso es, aún en forma indirecta, la garantía de que el debido proceso estará disponible para el resto de los ciudadanos.

Pero no se puede olvidar –como creo que se ha hecho- que las instituciones del sistema de justicia tienen una función social que cumplir. Son, en realidad, espacios en los que–para parafrasear a Foucault- se cede y ritualiza la solución de los conflictos. Es decir, el sistema de justicia tiene la obligación no sólo de hacer justicia, sino de crear la percepción social de que se ha hecho justicia. Esto es lo que legitima el monopolio de la violencia que caracteriza al Estado contemporáneo.

El Constituyente dominicano reconoció esta realidad sobre la corrupción administrativa y actuó en consecuencia. Como la corrupción es un fenómeno que victimiza a toda la sociedad, y como sus perpretadores suelen estar en posiciones de poder que usan para protegerse, la Constitución establece presunciones de ilicitud de los bienes no declarados, así como un régimen de garantías procesales limitadas. Esto no quiere decir que a los imputados en casos de corrupción se les puede aplastar, pero sí que en esos casos debe darse importancia a la necesidad social de que se esclarezcan los hechos del caso.

Todos los abogados saben que, mientras más complejo es un proceso, más fácil es demostrar lógicamente la viabilidad de conclusiones contrarias entre sí. Esto hace más delicado el trabajo de los jueces en estos casos, y la búsqueda de la solución jurídica debe tomar en cuenta todos los bienes e intereses jurídicamente protegidos por la Constitución. Por ponerlo en otras palabras, la Constitución favorece que, sobre todo en casos de corrupción administrativa, el sistema de justicia no se conforme con determinar la verdad jurídica del caso, sino que debe buscar también la verdad.

En segundo lugar, está esa dimensión democrática, que hace necesario que la sociedad perciba que se hizo justicia en el caso. De más está decir que buena parte de los dominicanos se sienten profundamente indignados por la sentencia que favoreció al senador Bautista. Tienen razones para estarlo, pero llevar esto a sus últimas consecuencias trae consigo errores parecidos a los de la visión institucional anteriormente descrita.

Lo más obvio es que la sed de justicia no puede ignorar el derecho de defensa. El senador, como cualquier otra persona, debe poder presentar una defensa vigorosa ante el tribunal que conoce su caso. De ahí que no tiene sentido, ni es justo, estigmatizar esa defensa o a quienes la llevan a cabo. Los abogados defensores son imprescindibles puesto que sin ellos no hay defensa, sin defensa no hay proceso y sin proceso no hay absolución, pero tampoco condena.

En este caso concreto, si un acierto tuvo el senador Bautista fue organizar una barra de defensa que –con algunas excepciones- estuvo compuesta por algunos de los mejores abogados penalistas del país. Ese es un derecho que le asiste y que no podemos regatearle ni directa ni indirectamente.

Tampoco tiene mucho sentido centrar la indignación exclusivamente en la figura del juez. Esto por dos motivos. Primero, porque no basta con procurar la designación de personas percibidas como más serias u honradas. Sin querer desvirtuar el deseo de que podamos contar con funcionarios públicos idóneos, este es el mismo pensamiento mágico-religioso que nos hace esperar desde la fundación de la República al Presidente “puro” que nos salvará de nosotros mismos. El segundo motivo atiende a lo que ha señalado Laura Acosta Lora: el problema es que el sistema en conjunto parece tener un rasero especial para los casos de corrupción administrativa. No hay que olvidar que el senador Bautista se benefició sobre todo del archivo precipitado que un antiguo director de la Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa (PEPCA) hizo de las querellas en su contra el día antes de que terminara el mandato Leonel Fernández.

Lo anterior nos señala que el problema no se encuentra sólo en el Poder Judicial o el Ministerio Público. Es sistémico, y como tal debemos tratarlo.

Si queremos ver cuál es el problema de fondo de nuestro sistema de justicia, propongo un ejercicio que puede parecer contraintuitivo. Pensemos en por qué se pudo condenar a los banqueros que defraudaron al país a principios de la década pasada, pero no se logran condenas en los casos de corrupción. Es muy claro que en ocasión del juicio a los banqueros había voluntad política de llevarlo a sus últimas consecuencias.

Esa dependencia del sistema de justicia de una voluntad política voluble y caprichosa nos muestra que en ciento setenta y un años de vida republicana no hemos logrado construir una base política, institucional y democrática para un sistema de justicia que cumpla con su función. En el caso de la corrupción administrativa esto está relacionado con el hecho de que, según las encuestas y estudios, sólo recientemente ésta se ha venido convirtiendo en una queja mayoritaria de la población.

Pero su fracaso no se limita a esto. Los males de la justicia dominicana son muchos y variados. Son muy claras las señales de agotamiento del ímpetu reformador que hace dos décadas dio inicio a su modernización. La reforma constitucional de 2010 pareció brindar la oportunidad para esta renovación, mas no ha dado los frutos esperados.

Si no actuamos con prontitud en todas las aristas del problema, los tribunales de la República perderán legitimidad como mecanismos de solución de conflictos, y con ello la autoridad del Estado será incapaz de contener la violencia social que esto traerá como consecuencia.

Publicado el 7 de abril de 2015 en: acento.com.do

 

¿Es ley orgánica el Código Penal?

La observación presidencial al Código Penal ha desatado en el país una discusión muy profunda sobre la naturaleza del Estado dominicano y el alcance del derecho a la vida de la mujer. Por segunda vez desde 2010 en el país se discute abiertamente el tema en un contexto en el cual el resultado del debate puede tener consecuencias normativas.

Mi posición es clara: Pienso que la mujer tiene derecho a decidir salvar su vida. No pretendo repetir aquí lo que otros han dicho en forma mucho más elocuente de lo que yo puedo hacerlo.  Quiero referirme a un aspecto procedimental-constitucional que va perfilándose como el punto central sobre el que girará la decisión del Congreso Nacional.

Se trata de saber si para aprobar las observaciones se requiere de una mayoría simple, o si por el contrario es necesaria la mayoría de dos terceras partes propias de una ley orgánica.

Esto, como todos los debates constitucionales, tiene su historia. Cuando el Presidente observó los artículos del Código que sancionan sin excepciones la interrupción del embarazo, todo parecía que sus observaciones iban a ser rechazadas. Casi todos pensamos que los sectores más conservadores lograrían reunir en la Cámara de Diputados las dos terceras partes de los votos que requiere el artículo 102 constitucional para ello.

Sin embargo, cuando se celebró la sesión para conocerlas el panorama cambió. La solicitud de aplazar para coordinar el voto del bloque oficialista demostró que no existía el consenso necesario para rechazar las observaciones.

Pero la gran sorpresa vino con el cambio de estrategia de los opositores a estas. Esa misma tarde comenzaron a plantear que la aprobación de las observaciones debía producirse por mayoría de dos terceras partes, como si el Código Penal fuera una ley orgánica. Esto demostró algo que pocos sospechaban: que no sólo no tenían ellos las dos terceras partes para rechazar las observaciones, sino que tampoco contaban con la mitad de votos necesaria para evitar su aprobación.

Ese es el origen de la tesis de que el Código Penal es una ley orgánica.

¿Pero lo es?

Entiendo que la respuesta es negativa. El artículo 112 constitucional dice lo siguiente:

Artículo 112.- Leyes orgánicas. Las leyes orgánicas son aquellas que por su naturaleza regulan los derechos fundamentales; la estructura y organización de los poderes públicos; la función pública; el régimen electoral; el régimen económico financiero; el presupuesto, planificación e inversión pública; la organización territorial; los procedimientos constitucionales; la seguridad y defensa; las materias expresamente referidas por la Constitución y otras de igual naturaleza. Para su aprobación o modificación requerirán del voto favorable de las dos terceras partes de los presentes en ambas cámaras.

El argumento de quienes no pudieron conseguir los votos para rechazar las observaciones presidenciales es que el Código Penal trata de derechos fundamentales –que es la primera fórmula a la que hace referencia el artículo 112- y que, por lo tanto, es una ley orgánica. Sé que ese es el criterio del Tribunal Constitucional español y de al menos un importante constitucionalista dominicano.

Sin embargo, la configuración constitucional dominicana apunta en otra dirección. No debe olvidarse que el Código Penal es sólo una parte del régimen jurídico que rige al sistema de justicia penal. Este consiste en dos elementos fundamentales, el proceso penal y el régimen de consecuencias por los actos del procesado. La primera parte está regida por el Código Procesal Penal (CPP), que es la ley que regula el derecho al debido proceso. También es el filtro a través del cual deben pasar la acusación y el procesado para determinar si se impone una sanción. El Código Penal simplemente establece las sanciones. Esta es una ley orgánica en toda regla porque, tal y como lo exige el artículo 112 constitucional, regula un derecho fundamental y determina si se impondrá una sanción a la persona imputada.

Contrario a lo anterior, el régimen de competencias previsto en el Código Penal no regula derechos fundamentales puesto que nadie tiene derecho a robar, ni a matar, ni a agredir a otra persona. Lo único que hace es establecer una sanción a quien ha actuado fuera del marco que le permiten sus derechos. Es importante recordar que esto no es privativo del Código Penal, muchas otras leyes establecen tipos penales.

Algunos dirán que esas sanciones suelen establecer limitaciones a los derechos y que, por lo tanto, entran dentro de lo previsto por el artículo 112 constitucional. Sin embargo, este no considera orgánicas las leyes que “afectan” derechos, sino las que los “regulan”. Aunque la diferencia parezca semántica, no lo es. En un Estado Social y Democrático de Derecho, todas las leyes afectan de una manera u otra el ejercicio de derechos fundamentales. Desde las leyes de tránsito hasta las leyes procesales. Este criterio es jurídicamente inaceptable porque convertiría en orgánicas todas las leyes del ordenamiento.

La regulación de un derecho implica la construcción jurídica de la forma y condiciones en que se ejerce un derecho fundamental. No es posible afirmar que esto es lo que hace el Código Penal, que no es directamente aplicable a los ciudadanos ni les informa de cómo pueden ejercer sus derechos.

Pero, imaginemos por un momento que sí, que por un azar del destino el Código Penal pudiera ser considerado una ley orgánica. Lo cierto es que no se tramitó como tal en el Congreso. En todo momento se le trató como ley ordinaria y no es posible cambiar el procedimiento a mitad del trámite legislativo. Poco importa que se aprobara con grandes mayorías en las cámaras legislativas. Una ley es orgánica por su naturaleza, no por la cantidad de votos que obtenga. Por eso, una ley orgánica que logre sólo las dos terceras partes de los votos en el Congreso sigue siendo orgánica, y una ley ordinaria aprobada a unanimidad sigue siendo ordinaria.

Hasta que no se vieron en minoría en la Cámara de Diputados, los proponentes de esta teoría no afirmaron que se trataba de una ley orgánica. Sólo ahora que se ven en minoría lo afirman. Lo que no toman en cuenta es que, si se determina que se trata de una ley orgánica, eso afecta a la totalidad de la ley, que sería nula en su totalidad por no haberse cumplido el trámite parlamentario adecuado desde el principio.

Las observaciones del Presidente pueden ser aprobadas con la mayoría simple en ambas cámaras. El trámite parlamentario no puede ser alterado para satisfacer a quienes no reúnen los votos para imponer su voluntad. Eso es democracia.

Publicado el 15 de diciembre de 2014 en: acento.com.do

La naturaleza de los derechos fundamentales en el Estado Social y Democrático de Derecho y sus consecuencias

Ponencia en el Primer Congreso Internacional sobre Derecho y Justicia Constitucional, organizado por el Tribunal Constitucional de República Dominicana

Pudiéramos, por ejemplo, tratar de analizar la estructura del sistema de derechos fundamentales previstos en la Constitución. O hacer una clasificación de los mismos. También hacer lo mismo respecto del sistema de garantías que establece la Constitución dominicana a estos derechos. Son estos todos temas muy relevantes y dignos del más minucioso estudio. Sin embargo, lo que me propongo es analizar cómo la relación entre los derechos fundamentales y el Estado Social y Democrático de Derecho (en lo adelante ESDD) es una relación de definición mutua. Pero sobre todo, cómo es el ESDD como concepción política de la organización de una sociedad que define los derechos fundamentales y no al revés. Junto a esto, veremos las consecuencias teóricas y prácticas que tiene este enfoque frente al paradigma de los derechos fundamentales como fruto del Derecho natural o de una esfera amorfa de lo “ilegislable”.

Texto completo disponible en la página web del Tribunal Constitucional de la República Dominicana