Poblado de árboles, el bosque también es hogar de criaturas misteriosas y mágicas. No todas nacen de nuestra imaginación, son testigos de una convivencia muy larga entre los árboles y nuestra especie.
El bosque de Orcynia, como lo llamaban los romanos, se extendía desde el norte de la actual Bélgica hasta el Mediterráneo y desde el litoral Atlántico hasta las llanuras del Danubio. La enormidad de los robles del bosque de Orcynia sobrepasaba cualquier maravilla y les daba una condición cuasi inmortal. Los celtas veneraban estos inmensos árboles como las criaturas de mayor antigüedad sobre la tierra.
El fresno era dedicado a Odin, padre de todos los dioses y maestro de la sabiduría y del conocimiento. El roble era el árbol de Thor, dios del trueno, del viento y de la lluvia.
El muérdago blanco, que crecía de forma muy escasa encima de los robles, era una señal que ese árbol había sido elegido por los dioses. El árbol tenia dimensión cósmica y servía de soporte a la bóveda celestial, unía tierra y cielo, consciente e inconsciente.
Los celtas compartían con otras poblaciones del mundo lo que Claude Levi-Strauss llamaba “El pensamiento salvaje”, el cual plantea que los árboles tienen un alma, son habitados y algunos sirven de hogar a divinidades. Alrededor de esos árboles, los celtas definían un lugar sagrado llamado el nementon, especie de proyección de una porción de paraíso en la tierra.
Encontramos ese nementon céltico en los nombres antiguos de Clermont-Ferrand : Augustonemetum; y de Nantua : Nemetodurum.
Estos bosques, refugio de la resistencia gala y asiento de los templos druídicos, fueron particularmente agredidos por las destrucciones guerreras de los romanos. Sin embargo, estos mismos romanos temían las entrañas de los bosques célticos; corría el rumor de que el ejército completo del cónsul Postumius fue aniquilado por unos árboles enfurecidos por la penetración de estos soldados a un bosque sagrado.
La relación entre los celtas y sus bosques era tan fuerte que, incluso después de haber asentado su autoridad, los romanos tuvieron que relacionar sus propios dioses con las divinidades germano-célticas. Apolo con Belenus, Diana con Holda, Mercurio en Teutates y Marte con Calamos, dios de la guerra.
Pero los problemas de estos bosques no se acabaron ahí. La conversión de las poblaciones paganas por los monjes y misionarios cristianos empezó con la destrucción de los bosques sagrados y la prohibición del culto rendido a los árboles.
Esta cruzada encontró mucha resistencia, incluso a veces en los propios cristianos como por ejemplo San Germán, obispo de Borgoña a principios del siglo V, quien se olvidaba de su cristianismo si atacaban sus creencias míticas en los árboles.
A pesar de los esfuerzos de los evangelizadores, las prácticas paganas sobrevivieron. Entonces cayó la represión y la prohibición sobre los heréticos.
El concilio de Arles en el año 452 legisló en contra de la adoración a las fuentes, las piedras y los árboles. El concilio de Tours en 567 ordenó sacar de la iglesia a los que les profesaban culto a las piedras, árboles o fuentes. El concilio de Nantes en 658 mandó a quemar los “robles de los demonios” y a destruir las piedras levantadas en los bosques y veneradas por los cultos supersticiosos.
Todas estas acciones sólo fueron cumplidas parcialmente. Cansado de batallar, el clérigo cristiano tuvo que apropiarse del culto que no pudo abolir.
Santificaron piedras, árboles y fuentes e implantaron monasterios en los lugares sagrados. Gregorio III recomendó sólo tumbar los ídolos y quedarse con los templos; a pesar de eso, las creencias siguieron vigentes en las campiñas.
La próxima semana hablaremos de las criaturas que habitaban esos bosques.